Vía Transmutare-Quyllur.From subsoil to stars

Vía PROYECTOTRANSMUTARE el

«El Cosmos es todo lo que es, alguna vez fue o alguna vez será» Carl Sagan.

Hubo un tiempo en el que se creía en que el universo era una sucesión de esferas, como una especie de muñeca Matrioshka: una esfera contenía a otra. No estaban los planetas y cuerpos celestes, como sabemos ahora, en el vacío del universo, sino que cada uno estaba en un anillo u órbita rotatoria.

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Entre ellas se producía un roce que generaba un sonido. Este sonido era inaudible para los humanos pero servía como modelo para pensar cómo tendría que sonar la música de aquí abajo. Se fue estableciendo así la diferencia entre la música “mundana” (la del mundo) y la “humana”. Este esfuerzo de división y de modelos tenía, al menos, una explicación: que la música no es traducible a nada concreto. No podemos decir, exactamente, qué significa una nota o un acorde. Hemos tenido muchísimas explicaciones posibles para esta ambigüedad, pero… malas noticias: ninguna es concluyente. Lo que sí sabían en el mundo antiguo es que parecía que algunas construcciones musicales languidecían nuestro ánimo, por ejemplo. Es decir, la música tenía capacidad de modificar nuestras emociones. Así que el universo como modelo, entre todos, servía para poder dividir la buena y la mala música.

Pitágoras extrajo unas proporciones matemáticas del universo que podían aplicarse a la música y que traducirían las relaciones entre esferas. Es un modelo que se pensó y repensó durante mucho tiempo, al menos, hasta el Harmonices Mundi de Kepler, del siglo XVII, donde atribuyó notas a cada planeta atendiendo a la velocidad de sus órbitas.

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Con el desarrollo de la física moderna se abandonó este modelo mecánico del universo. La gravedad desdibujó el modelo de las órbitas como esferas y, poco a poco, comenzó a emerger la compleja pero fascinante idea del universo como un tejido fluctuante. La gravedad provoca que los cuerpos celestes desplacen el espacio-tiempo, como se puede ver en la imagen. Del mismo modo en que una masa de bizcocho se “deforma” cada vez que ponemos nuestro ansioso dedo para robar un poco de masa antes de que entre al horno o, incluso más claramente, como un bote que crea ondas en un lago, el universo también se “reforma” con las fuerzas gravitatorias que se ejercen sobre las masas de los cuerpos celestes, que se aceleran o deceleran.

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El planteamiento de la música de las esferas tiene cierto interés, aún, sin embargo, para pensar desde otros sentidos –en este caso, el oído– algunos fenómenos que no parecen ser del todo claros solo desde los recursos visuales. La vista, como en gran parte del saber humano, ha sido siempre el modelo para entender el mundo y, en este caso, los mundos (la luz diurna, los rayos X, los infrarrojos…). Un caso claro de las virtudes del sonido y la escucha es cuando, en 2016, se obtuvo el sonido de la colisión que ocurrió hace 1.300 millones de años entre dos agujeros negros, que contenían 29 y 36 masas solares.

En el 2003 se descubrieron ondas sonoras en un agujero negro que se encuentra en la agrupación de galaxias de Perseo, situada a 250 millones de años luz de la Tierra. “Las ondas sonoras de Perseo son mucho más que una interesante forma acústica de un agujero negro”, dice Steve Allen, del Instituto de Astronomía y miembro del grupo de investigación. “Estas ondas sonoras pueden ser la clave para averiguar cómo crecen las agrupaciones de galaxias, las estructuras más grandes del Universo”.

Lo que se pone en juego, por tanto, es el interés de las vibraciones como fenómenos invisibles pero audibles. Si el universo se puede entender como tejido fluctuante, son justamente las vibraciones fruto de esa fluctuación las que adquieren un peso clave para entender lo que ni la luz ni los ojos –con más o menos medios tecnológicos– alcanzan a captar.

Los datos, además, podrían sonificarse para ser analizados desde diferentes perspectivas. Dos de las estrategias más habituales es, por un lado, la conversión de una señal unidimensional curva en amplitud de onda sonora y, por otro, la transformación de un espectro lumínico en uno sonoro. Son dos de las estrategias que fundamentan el trabajo electrónico de José López-Montes.

La música de las esferas, que derivó en la separación nombrada anteriormente entre la música humana y mundana, servía por tanto como modelo físico-matemático y moral. La recomprensión sonora contemporánea del universo, lejos de pretender servir como respuesta unificadora del universo y los acontecimientos terrenales, nos lleva al encuentro con nuevas preguntas por responder o que, si se prometen como buenas preguntas, solo aspirarán a crear nuevas preguntas.

En los proyectos anteriores de [Transmutare] trabajamos, en la casa de las Mareas de Soano el esfuerzo por introducir el afuera dentro del espacio escénico –en concreto, un afuera “imposible” de meter, el agua e inesperado como contexto de concierto– y; en el Observatorio del Arte, exploramos el sedimento histórico de las piedras y las campanas, es decir, trajimos el adentro de los materiales afuera, como si fuese posible que las paredes, aparénteme mudas, tomaran la voz de su propia historia. En esta ocasión, nos hemos decantado por la verticalidad, el arriba-abajo, tratando de traer un fragmento del universo convertido en material sonoro. No se trata de una traducción romantizada de elementos como la inmensidad o el misterio, sino de pensar el alcance del sonido y la escucha para el estudio de la naturaleza.

Le abajo comienza en el subsuelo. Quyllur propone trazar una línea que asciende desde las profundidades terrenales, el subsuelo, hasta los territorios que la imaginación propone para trazar lo que va más allá de las líneas terrestres. La idea de orilla, como límite simbólico que funciona a la vez como límite y como conexión entre dos lugares -dentro y fuera, aquí y allí-, sirve como hilo conductor del proyecto Quyllur. Se propone un abanico extenso de escuchas, desde lo más personal e intransferible a escuchas oblicuas y comunes (subsuelo, tierra, ciudad, entorno, aire, espacio) en las que se cruza lo microscópico y el macrocosmos.  El concierto busca poner en duda la cercanía de lo cotidiano y la distancia de lo extraño, los límites de esta orilla que habitamos. Y, sobre todo, pensar en la complejidad del tiempo, que en nuestra vida cotidiana agotamos a lo meramente cronológico. El universo, justamente, nos pone el reto de pensar lo fluctuante y lo desigual. El propio ejercicio d emirar una estrella ya constata esto: a la vez estamos observando el espacio y el tiempo, un pasado que se hace presente de una manera inabarcable para el pequeño ojo humano.

Todo son líneas. Hay líneas reales, líneas metafóricas y líneas que no son realmente líneas que, poco a poco van marcando nuestra vida. Los pliegues de la mano, la fila del colegio, la comba en el patio, la cuerda de tender, la cola del pan y del paro, la línea del metro, la ristra de tu número de teléfono, la estructura del tiempo el cordón umbilical. Las líneas atraviesan la vida, que se abre paso ocultando el entramado de la modernidad que permite la vida cómoda: la cloaca, el entramado de cables y tuberías, las vibraciones del suelo causadas por el movimiento de la tierra pero también de los coches y los aviones, las ondas radiofónicas, la señal del GPS. La superficie de la Tierra tiene su propia línea, la que la separa del universo, la de la orilla del océano cósmico que solo a veces se deja transitar. Desde ella, nos abismamos a la oscuridad, al enigma.

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